Dolores Delirio

Quién no tiene una tía, tío, pariente lejano o bien cercano que se la pasa “enfermo” todo el año?Y lo pongo entre comillas porque ya resulta hasta sospechoso, que si no son los bronquios, es la pierna, la oreja, la muela y los bronquios de nuevo. Parecería que a pesar de su desazón cuando te cuentan sus males, hay una suerte de gozo de anunciarte su nueva plaga.

Me puse a pensar en esto hace poco cuando caí víctima del Omicron. Sea por mi vegetarianismo, porque no tomo ni fumo, sólo bailo pegadito, es muy raro que yo me enferme si quiera de un leve resfriado. Pero bueno, el covid entro a mi casa y no hubo reservas de brócoli que lo impidieran. Dentro de todo tuve suerte, fueron síntomas leves pero lo suficientemente antipáticos para que mi cuerpo le dijera a mi cabeza: Para, estás enferma. Y si bien sentía malestar, tengo que confesar que tumbada en mi cama con permiso para no hacer nada, sólo descansar, me daba cierta sensación de bienestar.

Sentirá lo mismo ese pariente que vive eternamente con achaques? Vivir lleno de obstáculos le hará sentir cierta licencia para matar sus sueños? Me pregunté haciendo uso de mi tiempo raskin. Vivir moverse, sudarla, bailarla, lucharla, caminarla, correrla, saltarla, desafiarla, claro que cuesta. Y es muy fácil caer en la tentación de acurrucarnos en la inmovilidad y más aún si tenemos ese certificado imaginario de que nos merecemos no mover un dedo porque nos sentimos mal.

Ya sintiéndome mejor, no pude con mi genio y me levanté de la cama, me di un buen baño, me pinté la boca sacándole cachita al Omicron y abrí mi kiosko (osea mi computadora). Mi cuerpo y mi cabeza conversaron y llegaron a la conclusión de que los sueños no pueden quedarse en la cama. 

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